domingo, 24 de junio de 2012

Poner el cuerpo

Por Adrián Pérez. A diez años de la Masacre de Avellaneda, el padre de Darío Santillán recuerda la vida del militante y su legado hacia el interior del movimiento piquetero.

Lunes 18 de junio, nueve de la mañana, avenida Hipólito Yrigoyen al 400. En ese reducto del partido de Avellaneda, los trabajadores van y vienen como abejas obreras a su colmena. Pasan de largo sin detenerse ante un paisaje que el tiempo y la costumbre naturalizaron. Viejas fotos de piquetes y manifestantes, stencils, grafitis y murales observan el paso agitado de los laburantes y tapizan el hall, el túnel y las paredes de la estación de trenes de la Línea Roca. Recuerdan a Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, heridos de muerte diez años atrás por las balas de la policía bonaerense durante el gobierno interino de Eduardo Alberto Duhalde. Entonces el arte está ahí para que el viento frío de invierno, que baja por los andenes junto a la voz de los compañeros del Frente Popular Darío Santillán (FPDS), les avise a los dos jóvenes piqueteros del Movimiento de Trabajadores Desocupados que no están solos.
Luis Alberto Santillán llega a la cita, saluda e invita a charlar en una estación de servicio ubicada sobre la ex Pavón. Luego del asesinato de su hijo, en el marco de lo que se conoció como la Masacre de Avellaneda, estuvo casi seis meses sin hacer declaraciones. Pero hoy quiere hablar más que nunca. Por eso pidió licencia en el Hospital Argerich, donde trabaja como enfermero, para viajar por el interior del país y conversar con cientos de pibes que si bien no conocieron a Darío se ven reflejados en su militancia. Acompañado por Leonardo, el menor de los Santillán -que actualmente continúa participando en el MTD de Lanús-, pasó por Neuquén, San Luis, Córdoba y Mar del Plata. A punto de subirse al avión que lo llevará a Tucumán y después a Salta, Alberto hace una breve parada para dialogar con Debate a metros de donde mataron cobardemente a su hijo y a Maxi.
De chico, recuerda, Darío inventaba cocodrilos con un maple de huevo o hacía volar unas imaginarias hélices de papel con dos pilas. Cuando fue creciendo, se molestaba si le iba mal en los videojuegos. “No era que perdía, era que el joystick andaba para la mierda”, señala Alberto. Por sus piernas gruesas y su torpeza en el fútbol, los hermanos lo apodaron “ojota”, porque no servía para ningún deporte. Una maestra del Jardín de Infantes Nº 66 de Don Orione dijo que de pequeño tenía un coeficiente mental más alto que la media. Darío se encendía por la injusticia que veía en los barrios. Mientras cursaba el secundario en el colegio Piedrabuena de Solano, donde se hizo amigo de Mariano Pacheco, un profesor de historia y una profesora de letras, el muchacho de Don Orione se perdía días enteros en las zonas que se inundaban, juntando arroz y fideos de los almacenes para armar una olla popular para los damnificados por las lluvias.
Alberto repasa los antecedentes familiares y afirma que en Darío la preocupación por lo social se dio naturalmente. “Yo no me voy a casar, estoy casado con el movimiento”, aseguraba ese adolescente, cada vez más comprometido con la militancia territorial. A los 17 años fundó la primera organización de desocupados en Don Orione, el barrio que lo había visto crecer. No fueron pocas las veces que la videocasetera y la televisión faltaron de la casa familiar: Darío se las llevaba al local para mirar con sus compañeros documentales de Fidel Castro o el Subcomandante Marcos, que azuzaban el posterior debate. Darío era un incansable lector y conocedor de las vidas del Che Guevara, Mao Tse-Tung y Julio Cortázar. En esa indagación personal, comenzó a preguntarse qué era lo que hacía que siempre gobernaran las mismas políticas de ajuste, por qué sus vecinos se quedaban sin trabajo o por qué el dinero no alcanzaba ni siquiera para cubrir las necesidades básicas.
“Esos pibes que están jugando a ser piqueteros van a ser los luchadores del mañana”, confía Alberto sobre lo que su hijo auguraba. Pasaron diez años y aquellos chicos que Darío miraba jugar en su barrio hoy militan en el FPDS. “Es increíble la cantidad de jóvenes con un compromiso social que va más allá de las palabras”, subraya Santillán y afirma que así como su hijo siempre decía que se consideraba parte de la sangre de los caídos, muchos pibes en los barrios se referenciaron con Darío y Maxi. “Es una gran verdad que a Dari no lo mataron, lo multiplicaron”, sostiene Alberto, y apunta que el imaginario de la clase media -que sobre el movimiento piquetero decía que cortaban “por 150 pesos, por un choripán”- se fue construyendo en base a la bajada de línea de los medios de comunicación. El enfermero dice que también se empezaba a ver que los movimientos de desocupados servían para dar una formación, ofrecer una contención que los gobiernos no brindaban y para que el desocupado recuperara la dignidad.
Darío Santillán se iba de luna de miel con el MTD al barrio La Fe de Monte Chingolo, un lugar lleno de carencias. Ante cada invitación para regresar a Don Orione o cada peso que arrimaba el padre, el joven reafirmaba que ese terreno inhóspito donde todo estaba por hacer era su lugar en el mundo. “Si hay compañeros que tienen chicos y con 160 pesos se arreglan, yo que soy solo me tengo que arreglar igual”, respondía el militante piquetero. Alberto considera que cuando Leo decide mudarse con Darío a La Fe, traspasan la relación de hermanos y pasan a ser amigos. Eso implicó no comer nada a la noche, cagarse de frío, pasar necesidades y compartir la misma lucha. Cuando mataron a Darío, Alberto intentó en vano convencer a Leo de que regresara a la casa familiar. “Son diez años y Leo sigue militando en la bloquera, el lugar que creó Dari, es como un legado”, dice el hombre de barba candado.
El neoliberalismo desparramaba a pibes y pibas en las esquinas del conurbano bonaerense. Sin trabajo ni futuro, eran apilados como fichas de dominó sin otro fin que matar el tiempo con excesos. En ese contexto, el mayor anhelo de Darío era que Leo se volcara a la militancia. “Hoy estoy más que contento y orgulloso de Leo porque comenzó a manifestarse y a tener una voz dentro del movimiento”, admite Alberto. Grande fue su sorpresa cuando viajando hacia el Argerich vio que la avenida Monteverde estaba cortada. Al bajarse del colectivo se encontró con su hijo, a quien le preguntó: “¿No te das cuenta de que molestás a la gente con esto?”. Darío respondió que ésa era la única manera de que el intendente escuchara el reclamo de los desocupados.
Al padre le costó expresar su dolor los primeros días después de la muerte de Darío. Con 14 años, Leo tuvo que hablar con los periodistas para defender a su hermano. Dolor e impotencia embargaban al padre, que luego se dio cuenta que esa postura de silencio traicionaba a su hijo. Aunque pasó el tiempo, Alberto no pierde de vista el objetivo de este décimo aniversario. Santillán dice que en cada marcha buscan Justicia, no la “media Justicia” que les dieron con la condena del ex comisario Alfredo Fanchiotti y el ex cabo primero Alejandro Acosta. Y afirma que quiere que paguen los autores intelectuales: Eduardo Duhalde, Felipe Solá, Juan José Álvarez, Alfredo Atanasof, Jorge Vanossi, Aníbal Fernández, Jorge Matzkin, Luis Genoud y Oscar Rodríguez. “La causa por esas responsabilidades está en manos del juez federal Ariel Lijo y el fiscal federal Miguel Ángel Osorio, pero está parada”, comenta Alberto. Y añade: “Fanchiotti no fue ningún loquito suelto, para salir a hacer lo que hizo contó con la complicidad del gobierno nacional y provincial de aquel entonces”.
Alberto leyó el titular de Clarín “La crisis causó dos nuevas muertes” a dos días de la masacre. Hoy cree que ésa fue “la peor porquería” que escribió el diario para tapar lo que había pasado. “Son los hombres los que causan los muertos, ¿de qué crisis estaban hablando?”, se pregunta. Antes de la movilización al Puente Pueyrredón, Darío pasó con su compañera Claudia por Don Orione a saludar. Fue al club con la familia, comieron un asado, jugaron al truco y hablaron de fútbol. Pensaba que no los iban a dejar pasar el puente o que los iban a cagar a palos. “Que un padre tenga que enterrar a un hijo es una contradicción de la vida”, afirma Alberto. Su mirada se nubla por el recuerdo; reconoce que no es tan fuerte y que su hijo le da fuerzas para seguir.
“Esté donde esté, creo que Dari debe estar muy orgulloso de sus compañeros del Frente por cada cosa que se consigue a pulmón”, analiza Alberto. “A Dari le gustaba mucho hablar del ‘hombre nuevo’ del Che. Nos dejó sin darse cuenta que un poco ese hombre nuevo era él”, agrega. El enfermero camina hasta la estación Avellaneda para la sesión de fotos. Entre la gente que pugna por subirse al tren, una imagen rescata la esencia del pibe de Don Orione: en el suelo agoniza Maxi; Darío toma su mano y extiende la otra mano hacia la avenida Yrigoyen al 400. No hubo piedad para esos dos jóvenes que pusieron el cuerpo por un país mejor. A diez años de la Masacre de Avellaneda, Darío y Maxi no están solos.

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